Internacional
Esteban Hernández
(19/5/2022)
Quizá sea conveniente analizar la guerra en otros términos e ir más allá del mero enfrentamiento entre Rusia y la OTAN. Lo que está en juego es nuestro futuro y, en ese plano, hay fuerzas que van ganando.
Formulemos la guerra de Ucrania en otros términos. Un país cuya fortaleza son las armas y las reservas de energía, y cuya cohesión nacional depende de un nacionalismo que mitiga el sentimiento de humillación, invade un país limítrofe que en el pasado formó parte de él. El despliegue de fuerza quiere demostrar al mundo que Rusia vuelve a ser grande. El principal enemigo en esa guerra, desde la perspectiva de Putin, no es el pueblo ucraniano, ni siquiera la OTAN, sino EEUU, que es el país que ha encabezado la reacción, liderando y alentando a sus socios de la OTAN, insistiendo repetidamente en la necesidad del desacople con la energía rusa, y abogando ahora por una guerra larga que desgaste a Rusia. EEUU es un país que tiene sus principales fortalezas en las armas y en la energía, ya que gracias al fracking ha aumentado sustancialmente su producción en petróleo y gas, en el que el nacionalismo está muy arraigado, y en la que la mitad del país cree que el objetivo principal debería consistir en hacer América grande otra vez. Estamos pues, ante rivales directos, porque compiten en el mismo plano, por más que la fortaleza estadounidense sea muy superior a la rusa, y más cuando su poder en el ámbito financiero es difícilmente igualable.
Y esto es significativo, porque quien ganó las elecciones fue Biden, cuyas líneas de acción, que quedaron claras desde el inicio de su legislatura, parecían muy distintas: reforzamiento de las capacidades internas, reconstrucción de las infraestructuras, gran desarrollo de las renovables y un nuevo pacto social. Biden suponía el triunfo de otro país, de otro EEUU, que quería alejarse de la guerra, de los combustibles fósiles, que apostaba por las buenas relaciones con Europa, y que deseaba tejer un orden internacional alejado de esa suerte de encierro insular por el que había apostado Trump. La Unión Europea se sumó con alegría al triunfo de Biden, en parte porque significaba un cambio que le permitía tejer nuevas afinidades, en parte porque coincidía con muchos de sus propósitos. Incluso en algunos puntos Biden parecía más atrevido que los líderes europeos, en especial en los económicos, ya que puso sobre la mesa una serie de opciones que prometían reconducir, al menos en parte, los procesos de tensión interna y de desigualdad en Occidente.
Con la llegada de la guerra, el mapa ha cambiado por completo. Nada de ese programa de Biden se está poniendo en marcha, los combustibles fósiles vuelven a estar en el centro de las prioridades, como lo está la industria armamentística, el new deal está olvidado y el dinero de las inversiones está yendo a parar a la ayuda a Ucrania. En este nuevo escenario, la retórica del establishment estadounidense se diferencia escasamente de la que podía dominar en la era Trump. Y la política exterior vuelve a estar dominada por posturas neocon, por las armas, el combustible y el dinero.
El desprecio a Europa
Para la Unión Europea este giro tiene enormes consecuencias. En primera instancia, porque su abastecimiento energético va a ser mucho más caro si se desacopla de Rusia, con todas las consecuencias derivadas en cuanto a escasez de suministros y dificultades para las familias y para las empresas (y, por extensión, para su espacio en el comercio internacional). En segundo lugar, porque enquistar la guerra para debilitar a Rusia no puede hacerse sin un daño económico grande para el continente, algo que los estadounidenses no sufrirán. Las perspectivas de inflación y aumento de tipos son una amenaza seria para la economía de los países y de los ciudadanos europeos, mientras que EEUU está mejor preparado para resistir ese embate. Y el auge definitivo de las renovables en Europa tendrá que ser puesto entre paréntesis, porque quizá a medio plazo ese impulso siga vigente, pero a corto la prioridad va a estar en el petróleo y en el gas, y en el aseguramiento de los suministros, mientras que el futuro parece traer el regreso de la energía nuclear. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos, pero los pronósticos para nuestro continente son bastante oscuros.
Putin no quiere a la UE como interlocutora porque nos tilda de meros sirvientes de EEUU, y Biden quiere un alineamiento de la UE sin fisuras.
Lo peculiar es que, además, ninguno de los dos grandes contendientes parece mostrar gran aprecio por Europa. Putin no quiere a la UE como interlocutora, porque nos tilda de meros sirvientes de EEUU y su actitud desde hace bastante tiempo es la de la menospreciarnos. El propósito del presidente ruso es negociar la salida de la guerra directamente con Biden, que entiende que es el único interlocutor válido. Y EEUU tiene su propia agenda: su apuesta por una guerra prolongada, en la que Rusia se desgaste, viene especialmente mal a Europa, que sufrirá más cuanto más larga sea la guerra. De manera que Putin, en su idea de negociar directamente con EEUU la esfera de influencia, presiona a una Europa que, por el otro lado, se ve empujada a adoptar como propios los objetivos estadounidenses. No es extraño que los presidentes de Francia, Emmanuel Macron, y de China, Xi Jinping, hayan pedido conjuntamente, el pasado martes, un alto el fuego urgente en Ucrania, ya que ambos países están muy interesados en parar rápido la guerra.
En fin, este contexto lleva a dos problemas para Europa importantes, uno de influencia, y otro de proyecto. En el seno de la Unión, crecen las diferencias en torno a la tan mencionada autonomía estratégica. Hay europeístas que creen que los países deben estar totalmente alineados con EEUU, y otra parte, que encabezan Francia y parte de Alemania, que están empujando en la dirección de limitar las ambiciones atlantistas. Nadie duda de la alianza con EEUU, pero lo que está en juego son los términos de esa sociedad. La autonomía estratégica significa la posibilidad de que Europa persiga sus propios intereses en amistad con EEUU, pero sin perder de vista que es una entidad autónoma. Hay países de Europa que creen que esa es una mala idea, que la vinculación con EEUU debe ser completa, y otros que abogan por establecer un margen claro y propio de acción. Ese es otro interrogante europeo que tendrá que encontrar una solución. La cumbre de la OTAN en Madrid será interesante en ese sentido. Desde luego, cómo se resuelva esta tensión dictará mucho de nuestra suerte futura.
Un viejo conocido renovado
Pero más allá de esta política de alianzas, hay que constatar el giro ideológico que ya se ha producido, y que se sustancia en un regreso a los presupuestos neoconservadores: la unión de armas, combustibles fósiles, defensa y expansión de la esfera financiera parece haber borrado las aspiraciones que parecían haberse instalado con Biden. Y además, está el regreso de las cuestiones culturales y religiosas al primer plano, con la filtración de la decisión del Tribunal Supremo estadounidense sobre el aborto.
Lo peculiar es que este regreso de los presupuestos neoconservadores ocurre con un presidente demócrata al frente de la Casa Blanca.
Es curioso este regreso, porque evoca la época posterior al 11 S. En aquel instante, los atentados sirvieron para que los neocon impusieran sus tesis y aplicaran su agenda. Europa aceptó aquel giro sin problemas, y hubo escasísimas críticas a la guerra de Afganistán, pero según fue pasando el tiempo, las diferencias se fueron manifestando. La guerra de Irak supuso una evidente divergencia entre el eje francoalemány EEUU. Quizá ahora ocurra igual, pero lo peculiar es que todo esto ocurre con un presidente demócrata al frente de la Casa Blanca.
Las dos víctimas
Esta visión neocon, que establece de un modo claro una nueva guerra fría, tiene dos víctimas: Europa y la ideología progresista. En un mundo de guerra, de pelea por los combustibles fósiles, de refuerzo del gasto en defensa, la UE está poco preparada, porque construyó sus últimos años sobre el comercio, la exportación y la importación, las reglas internacionales y las inversiones en el ámbito financiero. Perdió muchas de sus capacidades internas, incluso en áreas estratégicas, y eso dificulta enormemente que pueda contar ahora con la autonomía que desea. Reconstruir toda esa esfera propia exige inversión y una forma de pensar muy diferente de la que nos trajo hasta aquí; y no parece que los principales países de la UE estén alineados en realizar las acciones pertinentes con la intensidad que sería necesaria.
Y en cuanto a la ideología progresista, el problema con la invasión de Ucrania y con la nueva agenda es que les cambia el paso por completo. Sin duda, el mundo verde, digital e integrador al que aspiraban, con el cambio climático como la gran amenaza, palidece ante los nuevos tiempos. Muchas de sus propuestas suenan secundarias en esta época, cuando las balas, la guerra comercial y la inflación amenazan con una depresión económica. Ninguno de los grandes países piensa en el cambio climático como objetivo último, ya que ahora se trata de asegurar el abastecimiento.
La articulación interna de las sociedades ligada a las armas, las finanzas y el nacionalismo ya la conocemos. La otra está por llegar aún.
La nueva época ha llevado a un terreno, el del realismo y la geopolítica, el de las tensiones entre países y territorios y el del agravamiento de las diferencias entre clases, para el que la visión progresista no estaba preparada. En ese contexto, la apuesta verde y digital queda supeditada a la geopolítica, y podrá desarrollarse, pero siempre y cuando convenga a esta última. Es el caso europeo, o debería serlo, pero para conseguir ese desarrollo tendrían que realizarse unas inversiones muy elevadas que sólo podrían implantarse de manera efectiva mutualizando los préstamos, con un papel diferente del BCE y con la caída de la prohibición a las ayudas de estado, entre otros factores. Una visión que dista mucho de ser dominante en Europa.
La reinvención
Sin embargo, ahora que EEUU ha abandonado los proyectos que Biden tenía en mente, Europa podría jugar sus bazas y promover otro tipo de políticas. No están sólo en juego la energía, la defensa o el abastecimiento alimentario, lo que ya es bastante. Se trata también del tipo de valores, de economía y de sociedad que tienen que construirse en este nuevo tiempo que emerge tras la guerra. Europa pretendió jugar el papel de proveedor de normas, de fuente de reglas, de vinculación internacional mediante valores liberales, de paz construida mediante el comercio y las finanzas. Sin embargo, ese sueño no sólo se ha desvanecido con la invasión de Ucrania, sino que es justo la confianza ciega en esa perspectiva la que ha debilitado la posición europea y la ha conducido a una situación en la que está poco preparada para afrontar los tiempos presentes. Europa tendría que reinventarse para que, además de las armas, la energía y las finanzas, existieran otros valores en el mundo desglobalizado, que aquel impulso ilustrado cobrase una nueva expresión. Sin embargo, su situación existencial es complicada: como la guerra se prolongue, las hostilidades se incrementen y el desacople de la energía rusa sea completo, el shock en Europa puede ser muy grande. O emerge una nueva Europa o empequeñece por completo.
Del mismo modo, aún están por conocerse qué ideologías van a estar en juego en estos tiempos que vienen. La propuesta de articulación interna de las sociedades ligada a la preeminencia de las armas, las finanzas y el nacionalismo ya la tenemos presente, la otra todavía está por llegar.
Al progresismo le ha pasado algo curioso: estaba permanentemente hablando del poder, del ejercido por el hombre sobre la mujer, del de la raza blanca sobre las personas con otro color de piel, del de la religión sobre las costumbres sociales, del de los viejos sobre los jóvenes, pero se le olvidó pensar en el poder de las armas, del dinero y de la geopolítica. Y, en cierta medida, pretende seguir anclado en su marco cuando ya no es posible: retuerce el colmillo, negándose a incorporar la nueva perspectiva en el momento en que es la dominante.
A los progresistas les ocurre como a los liberales preocupados por mantener los equilibrios de poder institucional, pero que ignoran todo lo que les sobrevuela, y que es justo lo que determina la posibilidad de esos equilibrios. A los dos les ha pasado igual: el poder les parecía desagradable, superado, intrínsecamente negativo: ambos tenían como función regular, ordenar y normativizar. Pero olvidaron que sólo se regula lo que se tiene; en caso contrario, el poder te regula. Y esta época lo demuestra dolorosamente.
En consecuencia, las ideologías en las que nos hemos movido se hallan en proceso de reinvención. Pero no porque la guerra de Putin haya llevado a un momento en el que todo sea nuevo. Más al contrario, significa el triunfo de una ideología concreta. La otra, que estaba representada por una doble expresión, la del progresismo y la del liberalismo ingenuo, es la que ha perdido y, por tanto, la que tendrá que recuperar, si es capaz, el terreno perdido mediante un proceso de evolución.
Fuente:
El Confidencial.
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