Sin Acritud…
Alejandra Durrell (2775/2023)

Elogio de las putas

Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.
(Quevedo)

 

Le tengo dicho al director de Espacios Europeos que me tiene el digital –hacía tiempo que no escribía yo aquí–, hecho un campo de nabos. Hay que esforzarse por darle a esto un toque más femenino, que buena falta le hace a la política y a quienes escriben sobre ella. Demasiados señores y, por qué no decirlo, señoros.

Eso sí, yo soy muy fiel a mis fidelidades y sigo visitando, casi a diario, a ver quién es el último pelmazo con alma de plumilla que ha pasado el filtro de Eugenio Pordomingo y ver qué cuenta. Por culpa de este vicio que tiene una con el digital, hace unos días me topé con un artículo de un tal Onofre (creo que se llamaba así) que hablaba del significado de las palabras y me dije, “Alejandra, reina, ¿y si hablamos de la palabra ’puta’?

Una ya no está para muchos empujones pero tengo algunas amigas putas, muy putas. Vamos, putísimas. Lo que se dice, unos putones en toda regla y en más de una ocasión hemos comentado, entre gintónic y gintónic, (tras la partida de bridge de los jueves he de admitir que nos gusta ponernos como las Grecas), que hay que hablar de las putas, ¡pero bien! “¡Álex, bonita! –me decía el otro día Sandri–, tú que tienes pluma y eso, aunque no te comas una rosca, tienes que escribir un día de nosotras, ¡con lo putas que somos!”.

Sandri lleva la torta de años casada con un ingeniero de caminos que tras hacerle dos niñas monísimas en poco tiempo, pues… ¡manso!, ¡que nos salió manso! El caso es que, como es muy puta, se las ha apañado para tener dos amantes, uno jovencito, que la adora –un jueves nos lo presentó la muy zorra, para darnos envidia– y otro que… bueno, digamos que la libera. Tampoco vamos a entrar en detalles pero, ¡qué puta es la tía!

Esto de las putas tiene su cosa. El diccionario, todo hay que decirlo, ayuda poco. La

Real Academia Española también es víctima de la corrección política y como esto del puterío tiene su enjundia y hay mucha machista suelta (también mucho, pero esos son menos peligrosos), nos topamos con cosas tan extrañas como…

puto, ta. (quizá del lat. vulg. *puttus, var. del lat. putus 'niño'. 1. adj. malson. U. como calificación denigratoria. Me quedé en la puta calle. 2. adj. malson. U. c. antífrasis, para ponderar.

Ha vuelto a ganar. ¡Qué puta suerte tiene! 3. adj. malson. U. para enfatizar la ausencia o la escasez de algo. No tengo un puto duro. 4. m. y f. malson. prostituto. 5. m. malson. sodomita (‖ que practica la sodomía).

¿Soy yo la única que flipa?, ¿en serio?

En castellano común podríamos decir que la palabreja tiene dos significados. El de aquella que percibe un estipendio por realizar prácticas sexuales (en el DRAE, acepción 4ª y cogida por los pelos) y lo de mi amiga Sandri.

Sandri no sale en el diccionario, con lo cual, cuando ella dice “soy más puta que las gallinas”, si damos por buena aquella máxima filosófica de que solo existe aquello que tiene nombre, mi amiga deja de existir. Quizá ahí está la clave de que el ingeniero de caminos, manso, haga por no enterarse. Uno no puede enfadarse porque suceda algo que no existe.

La primera acepción es, además, una de esas palabras en nuestro idioma con montones de sinónimos: desde los más comunes como “zorra”, “ramera”, “fulana”, “prostituta”, “meretriz”, “mujer pública”… hasta cosas más rebuscadas tipo “Izas, rabizas y colipoterras” que acuñó aquel señor tan feo de Iria Flavia al que dieron un premio muy importante. Me interesa más la segunda. Yo es que quiero mucho a Sandri  y me parece fatal que la pobre no exista en el DRAE, aunque sí podamos hablar de ella en el gintónic y la inanidad de sus dos amantes fijos (de los esporádicos, mejor no hablamos) permita mantener la calma al manso.

Hasta no hace tantos años, las únicas mujeres que de manera pública practicaban sexo fuera del tálamo eran las de pago. Para el machismo era fácil decidir que, en esas circunstancias, si se tenía conocimiento de que una mujer había yacido, por gusto u obligada por la fuerza, con varón sin vínculo canónico se la denominara “puta” y, para colmo, como siempre ha estado muy mal visto que las mujeres yacieran, el término fuera denigratorio. Una cierta e interesadamente machista ceremonia de la confusión ha tenido y, me temo, tiene lugar en torno a la palabra.

Digamos que “puta” designaba el último o penúltimo escalón de la degradación moral.  Si una mujer hacía lo que cualquier varón, aun de manera accidental o esporádica, automáticamente se convertía en alguien despreciable, en quien no se podía confiar y cercana a los más abyectos delitos que se nos ocurran.

Hoy ya no está tan mal visto lo de Sandri, las cosas como son, pero… ¡ay de las palabras!, ¡qué peligro tienen! ¿Estamos o no estamos de acuerdo en que “puta” sigue siendo un insulto? O sea, una palabra que se escupe para ofender, como “tonto” o, no sé. Bueno, vale, podemos estar de acuerdo en que nadie quiere ser tonto o que los demás crean que lo es. Hay cierto consenso social en que ser tonto es malo, ahora bien, ¿y puta?

Es obvio que un “mamón” no es un lactante sino alguien con poco desarrollo intelectivo; un “cabrón” es una mala persona, nada que ver con los caprínidos ni…, huy, ahora que lo pienso, ¡ni con los ingenieros de caminos mansos! Un “hijoputa”, “hijo de puta” o, como decían en tiempos de Quevedo, “hideputa”, es uno que es malo pero peor que el cabrón. El asunto tiene más gracia porque, en origen, ser puta no solo era malo sino que encima forma parte de la hijuela, ¡se hereda! El hijoputa lo es por obra y gracia del ADN mitocondrial. Como la madre es mala, el hijo lo es. Al final, “puta” acaba siendo casi como “marqués”, título hereditario.

Hoy a casi nadie se le ocurre que el que una mujer tenga el sexo que desee con relativa regularidad y gusto la inhabilite para ser, digamos, cajera de banco, jueza del Supremo o estenotipista de la Asamblea de Melilla. Admitamos que, en muchos contextos, aún se le exige a las hembras una cierta discreción que jamás fue requisito para admitir socialmente la valía de un hombre pero, digamos también, en general, esa rama del frondosísimo machismo se va cayendo.

¡Pero ay de las putas!

En muchos ámbitos biempensantes podríamos escuchar (seguro que lo hemos hecho) “que Felisa folle mucho no significa que sea puta, a ver, que no tiene nada de malo”.

¿No tiene nada de malo que Felisa folle mucho pero sí lo tendría, en su caso, que fuese puta (como Sandri o como Julia Roberts en la peli aquella tan mala)? ¿Nos detenemos a pensar qué estamos diciendo cuando usamos “puta” de forma denigratoria? ¿No hay nadie que clame contra este machismo?

Se cuenta que Alfonso XII (tan Borbón como todos los borbones, no lo olvidemos) pidió a la que se iba a convertir en su viuda que cuando él no estuviera “dejara el coño quieto”. A buen seguro, Alfonsito sabía que a su madre Isabel, tan Borbón como todos los borbones, lo que le había costado la corona no era ser tan necia y mentecata como el resto de la estirpe sino, justamente, ¡ser muy puta! Y nos parece fatal. Que una mujer caiga por lo que tenga que caer, pero nunca por darle alegría al potorro, parrús, chirri o como queramos denominarlo.

Seamos putas, reivindiquemos a las putas, defendamos nuestro derecho a serlo y proclamarlo. Llenemos nuestra boca con esas cuatro letras. P U T A.La igualdad, también, nos va en esto. Y no es asunto menor.